Una mujer impecablemente vestida para la ocasión me invita en perfecto neerlandés a que abandone el asiento de primera fila que me había asignado el amable personal de la organización. En ese momento recordé que ese no era mi mundo e inicié una exploración visual de todo lo que acontecía a mi alrededor.

Me topé con varias miradas que mostraban sorpresa, alguna alcanzaba la perplejidad, al ver a un ser extraño a escasos centímetros de la pasarela. No era de los habituales a ese tipo de eventos y entiendo que lo que escribo en este periódico no sea del interés de mis observadores. Me sentí pequeño, más aún, y estuve a punto de batirme en retirada. Pero no. Decidí ejercer de pulpo en un garaje y hacerlo con la mayor dignidad posible.

Balbuceé que era periodista en mi pluscuamperfecto inglés (tras disculparme por no poder exhibir un holandés de Rotterdam) y eso aumentó los recelos de mis compañeros de gala. Aparentemente indiferente me dispuse a disfrutar del desfile. Porque a mí la moda me gusta, y la de Charo Ruiz más todavía. Y porque reivindico el derecho de los ‘no habituales’ a transitar los entornos de unos mundos supuestamente sofisticados y exclusivos.

No perdí detalle de la colección y reflexioné sobre el arte que contiene la moda, más allá de los prejuicios. Todo eso ocurrió el martes pasado en Atzaró, un agroturismo planteado con gusto, en el corazón de la Ibiza rural. Las balinesas del complejo estaban llenas -tampoco es que yo pretendiese retozar en ellas-; repletas de turistas entregados a las pantallas de sus smartphones, ymuchos de ellos parecían completamente ajenos a una curiosa circunstancia: estaban tumbados en el centro del paraíso. Fue una noche extraña.